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Historia Del Cinco De Mayo: 2ª Parte
De pronto sonó un cañonazo y una nubecilla de humo blanco se levantó sobre los muros del viejo convento de Guadalupe. Aquella era la señal convenida por Zaragoza, Negrete y los demás generales mexicanos para entrar en combate. Lorencez se inquietó, pues después de ese cañonazo ya no escuchó otro ¿Qué era aquella señal? En ese momento una línea de fogonazos de fusil estalló en lo alto del convento y una decena de franceses cayeron muertos o heridos.

A las 12 del día comenzó la batalla del 5 de mayo, en las cercanías de Puebla. Lorencez ordenó la formación de tres columnas que atacarían el fuerte de Guadalupe por diferentes puntos. La primera era la de los zuavos, los soldados más orgullosos valientes. Ellos harían el asalto principal. La segunda, la integraban un batallón de marinos y una batería de montaña encargada de bombardear las posiciones mexicanas. La tercera columna estaba formada por un infante, y llevaba orden de apoyar a los zuavos una vez que éstos se lanzaran al ataque. En la cercana hacienda de La Rementería instaló Lorencez su cuartel general y el hospital de sangre. Cuatro batallones quedaron atrás custodiando el camino de Puebla de modo que quedara expedito.

Avanzaron los zuavos, marchando con gallardía. Los artilleros franceses situaron sus cañones a mil doscientos metros del fuerte. Uno de ellos abrió el fuego. La luchahabía comenzado. Los uniformes rojos de los zuavos se veían casi hasta llegar al horizonte; el brillo de sus bayonetas lanzaba fúlgidos destellos al reflejar el sol que se iba alzando sobre aquel cielo purísimo, de un azul profundo.

A los mexicanos no se les podía ver. Unos, cuyos jefes eran diestros en las tácticas de la guerrilla, estaban ocultos en los bosquecillos al pie de los cerros, acechando la ocasión de
hostilizar al enemigo. Otros, los que formaban el grueso del ejército, se habían situado en los barrancos, prestos a atacar cuando los jefes lo ordenaran. Muchos se hallaban tras los muros de los fuertes, para defenderlos a sangre y fuego, pues si caían con ellos caería la ciudad. En total, tres mil soldados mexicanos defenderían la ciudad contra cinco mil quinientos franceses.

El terreno por el que avanzaban los franceses era fragoso, quebrado, como corresponde a los sitios volcánicos. Pronto la primera columna llegó a la eminencia en cuyo alto, como una corona, estaba el viejo convento de Guadalupe. De lo alto del cerro de Guadalupe salió una fuerza mexicana a encontrar a los franceses que subían. Los mexicanos parecían venir en desorden, cada uno por su cuenta, y los oficiales galos supusieron que serían presa fácil. Pero a la mitad del cerro se
detuvieron, se agruparon y empezaron a descender como en una parada.

En ese momento estallaron los cañones de Guadalupe y empezó a sonar un fuego nutrido de fusilería. Ésa fue la señal para el avance de los mexicanos. Los zuavos de Francia, que hasta hacía unos minutos eran los atacantes, se vieron de pronto convertidos en atacados. Se hallaron además enposición de desventaja, pues ellos subían y sus agresores bajaban.

Por todas partes llovían balas sobre los franceses. El fuerte de Guadalupe parecía un polvorín en explosión, así de nutrido era el fuego que lanzaba sobre la columna francesa. De un magueyal
situado a la derecha rompió a disparar una fuerza de infantería mexicana, oculta ahí desde la madrugada. De debajo de una barranca surgió de pronto un regimiento mexicano cuyos soldados,
rodilla en tierra, comenzaron a disparar sobre los zuavos.

Los zuavos no se dispersaron. La desbandada ante el peligro era algo que ellos no conocían pero se desviaron a la izquierda sin seguir el derecho rumbo que en el plan de ataque les habían trazado. Así se fueron desviando de la dirección que los llevaba al fuerte.

Montado en su caballo, rodeado de su estado mayor, Lorencez veía desde una colina la marcha de los acontecimientos. Pidió a su edecán un anteojo de larga vista y lo dirigió hacia la acción de
Guadalupe. Advirtió preocupado que el primer ataque estaba siendo rechazado. Oía el estruendo de las balas y los gritos de los jefes mexicanos, de cuyas voces pudo entender solamente dos: “¡México!” y “¡Patria!”.

En lo más duro del combate una de las columnas francesas que avanzaba hacia Guadalupe era atacada de pronto, por el flanco derecho, apareció una línea de jinetes mexicanos que se dirigían al galope de sus caballos hacia el punto donde resistían los franceses. Todos iban guitando: “¡Almonte!, ¡Almonte!”.

Tal era el nombre de don Juan Nepomuceno Almonte, hijo natural de Morelos, y uno de los más vehementes partidarios de la intervención francesa. Los zuavos, que habían oído decir que un fuerte ejército mandado por Almonte se uniría a ellos en Puebla, pensaron que les llegaba aquel auxilio y dejaron que aquellos jinetes llegaran hasta ellos y les abrieron las filas para que pudieran pasar a la primera línea de combate. Grande debe haber sido su sorpresa cuando de pronto los recién llegados se revolvieron y empezaron a atacarlos. Un combatiente francés narró aquel episodio en pocas palabras:

“…Marchamos derechamente sobre el enemigo, pero somos luego tomados de flanco por la batería de Loreto, invisible hasta entonces, y que nos causa pérdidas sensibles. Los marinos y la batería de montaña, que estaban de reserva, son sucesivamente enviados en auxilio de los zuavos, y el combate prosigue con nuevo encarnizamiento. Por un instante creemos en un socorro: soldados de caballería se lanzan hacia nosotros al grito de ‘¡Almonte! ¡Almonte!’. Sin duda son amigos ¡Qué alegría abrirles nuestras filas! Corta ilusión. Los soldados nos dan una carga terrible. Nuestras tropas, tomadas entre los fuegos cruzados del fuerte y de las masas acumuladas en la altura, sucumben y acaban por replegarse tras las primeras quiebras del terreno…”

Son las tres de la tarde del 5 de mayo de 1862, a esa hora Lorencez se ha dado cuenta de que la mitad de su parque se ha agotado ya y no ha conseguido ni siquiera acercarse al convento de Guadalupe, que pensó tomar en menos de una hora. El fuerte de Guadalupe, al igual que el de Loreto, había probado ser inexpugnable. Para colmo, la naturaleza se puso de lado de los mexicanos. Empezó a llover torrencialmente y luego una nube de granizo se abatió sobre el campo de batalla. El suelo se convirtió en un lodazal, e hizo imposible el ascenso por el cerro.

En ese momento salió de entre los montes un batallón. Lo conducía un joven que incitaba a sus hombres al combate con grandes voces y que con mayores maldecía a los franceses. Era Porfirio Díaz. Los zuavos empezaron a dispersarse. Nunca en su historia lo habían hecho. Los vencedores de Italia y África retrocedían ante el empuje de un enemigo al que habían juzgado inferior. Tras de La Ladrillera, un ruinoso edificio situado al pie del cerro, salió de pronto la reserva de la caballería mexicana. Se precipitaron los jinetes contra los zuavos que se retiraban.

Eran casi las 5 de la tarde. Los combatientes estaban de pie desde las 4 de la mañana y habían luchado con terrible fuerza desde el mediodía. Un cronista francés reseñó en forma muy escueta el combate:

“…Testigo de los esfuerzos sobrehumanos de sus tropas durante esa lucha desigual, reconociendo la imposibilidad de una nueva tentativa sobre Guadalupe, el general Lorencez da la orden de retirada”.

Seguramente pocos telegramas han causado el júbilo que suscitó el que envió de Puebla a México el general Ignacio Zaragoza. Daba cuenta el jefe mexicano de la espléndida victoria obtenida aquel 5 de mayo de 1862 sobre las armas enemigas:

“…El ejército francés se ha batido con mucha bizarría; su general se ha portado con torpeza en el ataque… Puedo afirmar con orgullo que ni un solo momento volvió la espalda al enemigo el ejército mexicano durante la larga lucha que sostuvo…las armas nacionales, se han cubierto de gloria…”

Sucedió entonces algo muy hermoso. Sucedió que todos los mexicanos por igual, ya fuesen liberales o conservadores, vibraron de entusiasmo patriótico por la victoria de Puebla. Ahí se olvidaron los rencores; la furia de la pasión política dio paso a un noble sentimiento de orgullo nacional. “El sentimiento nacional –ha escrito alguien- no se ha equivocado al colocar a la batalla del 5 de mayo entre los sucesos más gloriosos de los anales patrios…”

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